#3 Ensayo: Sobre la Infantocracia
José Ortega y Gasset comentaba en La rebelión de las masas que los cánones son cíclicos en la historia. El eterno retorno del eterno retorno. Así, los periodos de senectud son seguidos de periodos de juventud y los periodos de afeminamiento lo son de masculinización. Ortega pone como ejemplo de senectud/juventud la época del racionalismo de Descartes, Rousseau, Voltaire, etc., en la cual la madurez intelectual correspondía con un estilo de vida sobrio y una indumentaria de aspecto senil, como la peluca blanca. En cambio, el Romanticismo, época subsecuente, se caracteriza por la búsqueda de lo sensual, del amor por la juventud, con esos poemas, esa música y esa literatura que nos hace ver lo perecedero, lo místico y lo mágico de la esencia humana.
El siglo XX ha sido una era de «sangre, sudor y lágrimas», en palabras de Winston Churchill. Una generación después, G. Michael Hopf ya nos avisaba de que «Los tiempos duros crean hombres fuertes; los hombres fuertes crean buenos tiempos; los buenos tiempos crean hombres débiles; los hombres débiles crean tiempos duros», recuperando el axioma del eterno retorno histórico. Nuestros mayores son descendientes directos de los supervivientes de las guerras más atroces de la historia de la humanidad, y han trabajado de sol a sol para sacar adelante a sus familias y conseguir para ellas una vida mejor que la que ellos mismos tuvieron. Un acto tan heroico como negligente, pero históricamente predecible. Sin embargo, lo que acontece hoy rompe las barreras de lo profetizable.
Actualmente, nuestra generación está viviendo una revolución sin precedentes en la libertad mercantil. Casi todo producto o servicio imaginable está a nuestro alcance, siempre que podamos costearlo. La ciencia comprende mejor que en cualquier otra época el funcionamiento del ser humano; en concreto, del circuito de recompensa mesolímbico. Se ha diseñado un mundo a la carta, repleto de placeres con los que llenar día a día el vacío. La industria ha desarrollado productos de toda índole para generarnos una adicción patológica al hedonismo y, como consecuencia inevitable, una aversión patológica al dolor. Ortega comentaba que el propósito de la reivindicación juvenil es postergar la madurez ad calendas graecas, con el fin de disfrutar lo máximo posible del legado de la humanidad; es decir, de todas las comodidades y placeres que nos brinda el progreso científico-técnico. Por ende, se ha construido una nueva cultura de la experiencia material, que se traduce en una sociedad del entretenimiento. Irónicamente, no podemos rehuir el desbalance anímico producido por la sobreabundancia, que nos presenta la tasa de depresión, ansiedad y suicidio más desproporcionada hasta la fecha.
Cuando hablamos de infantocracia nos referimos a que lo infantil tiene el poder, es decir, que la masa infantilizada gobierna la sociedad, es propietaria de la opinión pública y sirve de modelo a sus descendientes. En este estadio, hemos de analizar qué es el infantilismo social, ya que, aunque la masa esté infantilizada, la adultez tiene componentes psicofisiológicos distintos de la niñez. Cuando hablamos de infantilismo, nos referimos a las siguientes cualidades:
Falta de control en la corteza prefrontal, o, lo que es lo mismo, predominio de la impulsividad sobre la razón, de la liebre sobre la tortuga, del ansia sobre la serenidad. Búsqueda compulsiva de felicidad, placer y evasión a través de conductas y sustancias adictivas (entretenimiento, trabajo, drogas…). Aversión al aburrimiento y rechazo de la intelectualidad. Discapacidad perceptual, donde la emoción se identifica con el sentimiento, incapacitando la disociación del pensamiento negativo, lo que desemboca en la apropiación de una identidad distorsionada por el dramatismo. Anhelo de la niñez, idealizándola y lamentando el paso del tiempo, adaptando tópicos horacianos como el carpe diem y el memento mori con el objetivo de justificar conductas, acciones y aspectos del individuo como el desfase, la drogadicción o la procrastinación. Limitación semántica, que se traduce en la falta de vocabulario y conceptos para desenvolverse en la dimensión humana absoluta, partiendo del concepto foucaultiano de «querer es poder». Podría referirse como un desconocimiento de la naturaleza humana. Apego exacerbado, especialmente a la materia, resultando en un estilo de vida egocéntrico y egoísta, donde la violencia es la «prima ratio» (Ortega y Gasset) y los mecanismos de defensa controlan la percepción del mundo exterior.
Ahora bien. La cuestión que planteo al lector es la siguiente. Nunca en la historia ha existido un periodo tan infantil, el cual ha desequilibrado la balanza senectud/juventud en una suerte de siglo estilo Benjamin Button, que comenzó con la madurez de los supervivientes de las grandes guerras y continúa hoy con la dictadura de la felicidad que perpetúa la infancia. ¿Cuál será el desenlace de esta situación?
Hoy más que nunca resuena el monólogo de Brad Pitt en El club de la lucha, reafirmando la dupla nihilismo/materialismo como la promotora del encarcelamiento espiritual del ser humano, que nos recuerda que la antítesis de la muerte no es la vida, sino la felicidad. No obstante, no disponemos de herramientas suficientes en la cultura de masas actual para hacer frente a «nuestra gran depresión».
Y es que esta Gran Depresión, con mayúsculas, no es sino un producto de mercado, la evolución de la teoría de la aguja hipodérmica, es decir, la inyección melancólica.
Para comprender este término, hemos de remontarnos a principios del siglo XX, nacimiento de los medios de comunicación de masas y de la propaganda nacionalista. Los ejemplos más claros son «los felices años 20» y el antisemitismo hitleriano. La orquesta del maremagnum toca las partituras del director social. De este modo, el resto del mundo solo escucha la melodía sesgada por la discográfica, en vez de escuchar los instrumentos en toda su gama de sonidos. Esta alegoría es especialmente profunda, pero aún no ha terminado. La aguja hipodérmica se desarrolló en una etapa donde la comunicación internacional dependía del correo físico y de los medios de comunicación de masas (periódicos, televisión, radio, etc.). Esto se traduce en que la posesión de la realidad estaba en manos de un grupo social, capaz de comunicar e imponer una percepción sobre las sociedades.
Debido a la Cuarta Revolución Industrial, muchos somos los que portamos un dispositivo capaz de comunicarse con cualquier parte del mundo a través de Internet. Esto ha conllevado cambios necesarios en la ordenación de la información comunicada a la masa. Para proteger la unilateralidad de pensamiento y mantener al rebaño en el redil se ha inventado la inyección melancólica. Consiste en distintas maniobras de primado negativo, basadas en noticias depresivas, demostraciones de poder e incertidumbre a largo plazo. En la presente crítica no se pretende desmentir el cambio climático, la existencia de la COVID-19 ni la veracidad del atentado de las Torres Gemelas. Ahora bien, la inyección melancólica, como evolución de la aguja hipodérmica, es la sucesión de control de masas basada en la necesidad de una ambivalencia existencial, caracterizada por un mundo en el que el planeta se dirige a una destrucción inminente debido a la acción del hombre, al mismo tiempo que se plantea un modus vivendi basado en la felicidad. La disonancia polarizada (odio, felicidad) es la base de una operación en la que participan estos grandes medios de masas (cine, noticiarios, publicidad, propaganda, industria alimentaria y otros entretenimientos). El objetivo es mermar la moral del ciudadano para evitar cualquier tipo de revolución, una situación que se dio durante la época soviética, bajo el mando de Stalin, en la cual la percepción de omnipresencia de la Checa catapultó al pueblo soviético a la inacción, al terror hacia la desaparición de uno mismo, hacia la tortura, el encarcelamiento, hasta el punto de permanecer en un estado de desconfianza constante hacia el prójimo, ya que cualquiera podía delatarte o incluso inculparte siendo inocente.
En este caso, la tristeza de la inyección melancólica se mezcla con los los sucedáneos de felicidad industriales, propios de la manipulación hacia los niños. Se dice que algo es «más fácil que quitarle un caramelo a un niño» porque los niños están indefensos ante la voracidad de papá Estado, y, al mismo tiempo, se aferran a la materia y a sus deseos viscerales; es decir, para la masa actual, la materia es el fin de una vida material, no el medio para una vida espiritual.
Por eso, ante la inyección melancólica, planteo la salida del estado general de tristeza en la humanidad como no una búsqueda de la felicidad, sino una integración de la melancolía. No debe convertirse lo negativo en un fantasma, sino en un espíritu. La connotación es muy distinta: un fantasma es un aura que vicia el aire, un orbe que absorbe la energía; por el contrario, un espíritu es un aura que limpia el aire, una corriente que emana energía.
Por ende, la infantocracia solo puede sustituirse mediante un cambio de percepción generalizado, empezando por uno mismo, donde los fantasmas se convierten en espíritus. Me refiero, por supuesto, a los fantasmas de la guerra, del hambre, de la enfermedad; es decir, a la persecución de la muerte. Su contrapartida es el espíritu, el espíritu de libertad, del amor, del equipo… ¿Veis como fantasma y espíritu representan la polaridad malo/negativo y bueno/positivo?
Las palabras son simples, pero los sentimientos no, de modo que convertir a los fantasmas en espíritus no es tarea fácil. Para ello, nos ayudaremos del concepto orquesta emocional.
En nuestra mente, las emociones “suenan” de manera distinta que en la del resto, especialmente cuando hablamos de tristeza. La depresión es un complejo sistema psicofísico que implica muchos factores. Sin embargo, a nivel dialéctico, nuestra narrativa interna es un factor realmente importante. Todos tenemos vivencias únicas que escriben un guión distinto en nuestro interior. A esto nos referimos con orquesta emocional. La melodía de tu tristeza, es decir, lo que tu cháchara interna te dice cuando estás triste, suena distinta a la mía. No obstante, no deja de ser música, una música de la cual nosotros, en última instancia, somos los responsables. El problema es tratar con el director de orquesta, es decir, el inconsciente o subconsciente; aquello que aprende sin nuestro permiso. El inconsciente es una suerte de músico que redacta partituras sobre la realidad que experimentamos, es decir, un músico fenomenológico. Por tanto, las emociones y la información externa será captada por este artista interior, que no pretende crear música, pero está obligado, de ahí que sea incapaz de cribar la melodía si no recibe ayuda de la consciencia, que determina la veracidad y la musicalidad de la partitura escrita por el subconsciente.
La infantocracia es, pues, un conjunto de adultos infantilizados incapaces de hallar una melodía sublime; un grupo de escuchas que vive a merced de un director de orquesta independiente e incapaz de valorar la musicalidad de sus propias obras.
Por ende, la infantocracia será destronada, gracias a las herramientas intelectuales y emocionales, por una cosmocracia, es decir, un gobierno del equilibrio. Un equilibrio que no rechace los beneficios de convivir con el niño interior, sino que sepa aunar a este infante juguetón con la madurez de la experiencia, aquella que es capaz de interferir en el director de orquesta y crear una música sublime, precisa, es decir, una narrativa interna que nos procure los valores necesarios para la felicidad reflexiva: valor, entusiasmo, piedad, bendición, amor, amistad, compasión, misericordia, confianza, altruismo, etc.
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